Vamos con la misión compartida

Desde hace un tiempo le damos muchas vueltas al tema de la misión compartida. No se trata sólo de confiar en los que colaboran en nuestras actividades. Eso ya lo hacemos con cierta facilidad. Como religiosos, no podemos olvidar que compartir la misión significa que los que trabajan con nosotros comulgan también en los principios, prácticas y dinamismos de nuestras instituciones. Ahora bien, tampoco podemos ni debemos olvidar que esa relación tiene por medio un contrato de trabajo con unas exigencias profesionales concretas. Y que los dos que firman el contrato tienen que ser responsables. El contratado de cumplir con su trabajo. Y el contratante de velar porque el trabajo se haga debidamente.

Así como no puedo olvidar que el dentista que me cuida la boca tiene que ser un buen profesional. No basta con que se sienta muy identificado con mi carisma ni con que sea muy amigo de la familia. Y es responsabilidad del contratador, del paciente en este caso, velar, asegurarse de que el dentista contratado ejerza bien como dentista, sea un buen profesional. De lo que se trata al ir al dentista no es de fortalecer la amistad sino de arreglar bien la boca. Hay que tener los principios claros.

Los latinos decían que esto era ser “fortiter in re”. Pero también decían que había que ser “suaviter in modo” (“Suave en el modo, fuerte en la cosa”, locución latina que indica la conveniencia de conciliar la energía con la suavidad en la gestión de los asuntos).

Aquí es donde a veces, muchas veces, nos pasamos. Y caemos en una relajación progresiva de nuestro deber y obligación de supervisar que el profesional ejerza competentemente su trabajo. Terminamos siendo tan “suaviter in modo” que se nos olvida el “fortiter in re”.

Pregunta: ¿un profesional identificado con nuestro carisma puede dejar de exigirse a sí mismo trabajar al 100%? ¿Puede relajarse? Por desgracia, en bastantes instituciones religiosas la respuesta es: “depende de quién sea su responsable”. Y es que a veces, muchas veces, el responsable se relaja en su obligación de vigilar, supervisar, que el empleado cumpla su deber según contrato.

Pasa que a veces contratamos profesionales contables y el responsable no sabe supervisar su trabajo porque, sencillamente, no sabe contabilidad. Contratamos pedagogos y no sabemos cómo evaluar su trabajo. Lo mismo cuando contratamos los servicios de asesores legales, fiscales, etc. Y nos da vergüenza pedir la opinión de otros profesionales independientes que nos ayuden a valorar el trabajo de los que contratamos. Simplemente nos fiamos, confiamos y esperamos que lo mismo que fueron buenos, seguirán siéndolo. Y no confrontamos con otras opiniones (lo que curiosamente sí que hacemos con los médicos, con los que no nos da reparo ir a buscar una “segunda opinión”).

Evaluar el desempeño profesional requiere al menos: a) claridad en los objetivos encomendados; b) plazos asumibles para su ejecución; y, finalmente, dependiendo del resultado de la evaluación, c) renovar la confianza o rescindir el contrato. No se puede esperar a que todo se haya desbocado y se tengan que tomar decisiones a la tremenda…

La progresiva tecnificación y complejidad de nuestras obras apostólicas al tiempo que el deseo de que nuestras instituciones sigan vivas y activas a medio y largo plazo, sirviendo a nuestra misión, pasa por estudiar más y cuidar más nuestra viña. La evaluación del desempeño de propios y extraños debe ser asumida como una práctica frecuente y ordinaria entre los responsables institucionales. Y para esto hace falta tener un criterio fundado. Y para eso hace falta estudiar y prepararse mejor.

 

  • Esta entrada es fruto de las sugerencias y diálogos con un buen amigo y compañero claretiano, Rafael Gómez Busto. Es de justicia, agradecérselo y reconocer su autoría intelectual.

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